miércoles, noviembre 04, 2015


¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere, y, también, imagina y siente. Ciertamente es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. Más ¿por qué ha de pertenecerle? ¿No soy yo mismo que ahora duda de casi todo, y sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, niega todas las demás, quiere y desea conocer otras, no quiere ser engañado, imagina muchas cosas a veces, aun a pesar suyo, y siente también otras muchas por medio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo de esto que no sea tan verdadero como es cierto que yo soy que existo, aun cuando estuviera siempre dormido y aun cuando el que me dio el ser emplease toda su industria en engañarme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda distinguir de mi pensamiento o decirse separado de mí?

René Descartes, Segunda meditación, Meditaciones Metafísicas. Traducción de Manuel García Morente.

Volvamos por última vez a la Recherche. Mientras participaba en una fiesta, donde el paso del tiempo ha encanecido y arrugado el pelaje de los hombres y mujeres con los que entró en el mundo como si fuera algo que fuese a durar para siempre, el narrador descubre que la vejez es algo propiamente humano, y se interroga para qué sirve una vida: con todos sus momentos álgidos, las incertidumbres, los borrones del aburrimiento, y millares de pensamientos que se revuelven en la mente y que nunca llegan a expresarse. Uno sospecha que la respuesta de Proust le hubiese hecho torcer el gesto a Montaigne: toda esa vida informe sirve como material para elaborar una obra literaria, para salvar a los hombres que la tierra ya no puede retener mediante una sofisticada recreación estética; una ambición de raíz romántica. Para Montaigne los hombres prosiguen su vida en Dios y la escritura es un entretenimiento (aunque no por eso menos sofisticado), solo un majadero confundiría la literatura con elf in último del hombre en la tierra, su salvación contingente.

Claro que tampoco cuesta imaginar a un Cicerón o a un Séneca juzgando con severidad desconcertada los Ensayos de Montaigne. A fin de cuentas ¿para qué sirve abrirle al lector el libro de la propia vida, exponerle su intimidad, sus miedos, sus cólicos? ¿En qué nos beneficia saber tantos detalles de una vida que no es la nuestra, que no podremos volver a vivir, que ni siquiera, pues nuestro mundo ya no es el suyo, podremos tomar seriamente como modelo?

Como sucede con las vocaciones, observadas a determinadas altura todas las vidas están sujetas a las mismas etapas, regidas por una pauta común que se resuelve de manera distinta en cada caso particular. Aunque gran parte del tiempo que tenemos asignado lo experimentamos en soledad, vivimos envueltos de opiniones, discursos, testimonios y recuerdos ajenos, que lo queramos o no nos suministran los hilos con los que tejemos nuestras expectativas, metas y objetivos. Existen dos discursos culturales que pese a estar situados en extremos opuestos del valor coinciden en tratarnos como niños. La autoayuda (personal, empresarial, laboral, tanto da) se basa en transmitirnos amables mentiras sobre nosotros mismos y el funcionamiento del mundo, en renovar, libro a libro, el mismo cúmulo de esperanzas sin fundamento. En las escuelas filosóficas de la sospecha (que inspiraron mucha de la literatura escrita alrededor de las grandes guerras mundiales) percibimos cierta propensión morbosa a encontrar una explicación repugnante a cada emoción o pensamiento espontáneo e inocente (a la manera del padre que desconfía del hijo incluso cuando no encuentra ningún motivo artero a su comportamiento). Montaigne no trata de animarnos con falsas expectativas no nos asusta como niños. Pese a que ni con tres vida nos alcanzaría para pensar por nosotros mismos los Ensayos, Montaigne nos mira a la altura de los ojos. Quizá porque muchos de estos ensayos recuerdan a veces a una carta disimulada y dirigida al fantasma de La Boétie, en cuyo vacío nos sentamos cada uno de los lectores al pasar las páginas, el tono de Montaigne se parece al de una conversación entre amigos, más interesados en seguir y deleitar, que convencer e imponerse.

Los grandes libros forman una suerte de casas, de lugares donde nnuestra mente habita un tiempo. Algunas de las casas más prestigiosa son subyugantes, amplían nuestra sensibiñlidad y nos maduran intelectualmente, pero Edipo Rey, el Infierno de Dante o el Rey Lear no son sitios donde la mente debería quedarse. Montaigne está lejos de la jocosa brutalidad de Cervantes y del espectáculo de la hostilidad humana que despliega Shakespeare. Es es el más acogedor de estos tres escritores que sentaron las bases del ensayo, la novela y el teatro modernos. En estas coordenadas de intencióon y tono podríamos decir que la lectura de Montaigne (en sus Ensayos, sobre todo, pero también en su diario de viaje y en sus cartas) nos aporta algo realmente estimable: compañía. Quizá la palabra esté en desuso, pero califica bien la experiencia de leer a Montaigne: encontraremos autores más intensos, un puñado de los más imaginativos, pero me cuesta caer en la cuenta de otro escritor de quien, al leerlo, se desprenda una sensación parecida de cercanía, una proximidad inmaterial y desinteresada, la de una voz que se examins sin restricciones para que incrementemos nuestro conocimiento sobre la existencia humana, para nuestro provecho.

Volvamos ahora a formular paregunta: ¿para qé sirve que alguien abra para nosotros el libro de su intimidad? La sabiduría que puede proporcionarnos la literatura es variable y amplisima, pero una de las peculiaridades distintivas de la experiencia es que debemos atravesarla en primera persona. Pero aunque no podamos ni repetir los aciertos ni evitar los errores de ningún predecesor, supone un valor incalculable que una mente despierta se comprometa a relatarnos una larga secuencia de reflexiones verdaderas sobre su vida.



Gonzalo Torné, El ensayo de su tiempo, prólogo a Ensayos de Michel De Montaigne